viernes, 12 de febrero de 2010

29 de enero de 2010

Atravieso la calle como un cuchillo.

Junto a mí un anciano paralítico con rasgos de padecer, además, párkinson. Bob, decía que se llamaba. A veces lo gritaba, pero nunca perdía el ritmo, de modo que nunca se lo pregunté y quedé con la duda de que si acaso él quería que yo lo supiera. El semáforo dio rojo y me alertaba de la hora, de que mis padres se enojarían, de que me recordarían lo que pasó la semana pasada en la fiesta de Charly. Espero que a mi llegada ambos permanezcan drogados y en sinestesia; o que estén tan ocupados haciendo el amor que entrar implique volver a salir donde Charly. Amo la casa de Charly, no sé porque y nunca lo sabré. No volveré a poner un pie por allá… definitivamente no lo haré.

Seguí atravesándola.

Podría haber sido muy maduro a mi edad (33 años), puesto que cuando pequeño sí lo era. Algo pasó. Quizás fue culpa de Charly… bueno; así dice mi madre, que me prohíbe juntarme con él. Lo culpan de regalarme una fotografía anónima de una mujer posando desnuda resaltando su sexo en blanco y negro, que encontraron un día domingo en el comedor, tras el cuadro de Rembrandt. El club de pintores de mi barrio supo, entonces, de dónde había sacado a tan guapa modelo, que quién se desnudaría sin cobrar ni un solo peso, que cómo se llamaba… “Matilda”, respondía; y al mes siguiente me llegaba una cachetada de mi tía de nombre homónimo a la de mi cuadro. Ni idea de cómo se enteró… Quizás fue culpa de Charly, si bien él no tenía ni idea de que pintaba a mujeres que posaban desnudas, que mi tía se llamaba Matilda… y puede que ni sepa que soy pintor. Aún así, no creo que vuelva al club. Pintaré en casa cuando yo quiera, y hasta puede que lo haga siempre.

Seguí atravesándola, rematando con mi lengua.

Mi madre, una canuta por rutina, obtuvo de mi abuela algo más que el metodismo, al ser ésta última hija de una íntima amiga de Juan Canut, quien incluso lo acompañó a su llegada a Chile por ahí en 1871, pasando antes por la Argentina y recibiendo, luego de tomar un mate que cierto gaucho le había ofrecido después de hecho juntos el amor tres veces, ese acento que tanta gracia le hacía- que, inexplicablemente, heredé. Mi abuela, nacida a los 8 años después, se quedó en Chile mientras su madre partía a Valencia a reclamar la herencia que su padre le había dejado: unas “moneditas de colección” que habían sido parte del tesoro que, según mi tatarabuelo, los ingleses pretendían usar provisionalmente durante la antiquísima guerra de Aquitania. Sin embargo, estas pocas monedas, de copioso valor histórico según después mi bisabuela concluyó, habían sido robadas con desesperación durante el terremoto que acaeció a Játiva en 1748. El relicario que salvaguardaba las monedas, descubierto 5 días antes en el barrio Cabañal por una tierna valenciana que lloraba la muerte de su enclenque bebé recién nacido, sería la captación de numerosos clientes que enajenaban, en medio del mercado de Ruzafa, al oír la historia de su milagroso origen. Según la malograda madre: recién pasado los 5 minutos de la muerte de su apenas vástago, el terremoto del 16 de septiembre, ayudado de la fragilidad de las casas de ese entonces, botaría parte de la techumbre que servía de superficie al recipiente en donde guarecían las famosas moneditas. La felicidad era tan grande que el hijo quedó eternamente canonizado para el clan que se dejaba cobijar por los escombros de algo parecido a una casa. Mi tatarabuelo increpó, mediante su testamento (casi como presintiendo el embrollo en el que había metido a mi bisabuela) que ante el abandono cultural del castillo no quedó más que tomar política, y que su padre, el sastre ladrón culpable de aquel desliz, así lo había hecho. A pesar de esto, a los dos años de discordia las monedas son devueltas puesto que la explicación póstuma iba dirigida al antiguo dueño del castillo: Gregorio Molina, y de quien se tenía la más severa de las convicciones de que no le importaba nada más que su industria papelera. Ahora los nuevos dueños, Caja de Ahorros Valencia, mantenían una inclemencia desabrida ante la única fortuna que mi bisabuela podía haber heredado. A pesar de haber escrito en sus inesperadas últimas cartas que “no importa, eran sólo tres o cuatro monedas”, no volvió nunca más a Chile. De su final; sólo supe que se “suicidó” un 3 de diciembre tirándose del puente Vizcaya. El periódico La Vanguardia acertaba en formular la pregunta de cómo subió hasta allí y de cómo es que pudo hacerlo todo con los ojos cerrados, porque así lo hizo. El trastorno se ocasionó seguramente después de su viaje a San Sebastián, de dónde llegué hace tres semanas y verifiqué, a parte de comprobar que la guerra en Aquitania sí había ocurrió, que, además, las mismas monedas que le arrebataron del patrimonio a mi bisabuela se remataban como si fuese cuestión de pepla. Fue un tal doctorcito quien informó por carta de lo sucedido, de cómo la vio, de cómo no pudo detenerla, de lo que con tan poco profesionalismo llamaba “talento” a eso de subir un puente colgante a ciegas, y de las acciones legales que debíamos tomar- entonces, en dicho caso de retorcimiento mental, es dudosa su condición de suicida, más bien, como se acordó en la familia, fue asesinada por su otro yo. Vizcaya, evitándose problemas públicos o que se diera alguna posibilidad de opinar con muestras de disensión al diario La Vanguardia, becó a nuestra familia y sus progenitores para poder estudiar en la Universidad de Oñate pagando sólo una parte del arancel anual. Feliz mi familia, en aquel entonces, agradeció la herencia que dejó mi bisabuela construyendo una animita cerca de avenida España, pero desde hace poco se tomó la costumbre de culpar a Charly de haberla hecho desaparecer y yo, sinceramente, no sé porque.

En todo caso, no creo encontrar a mi madre en tal estado de sopor. Siendo desde joven una mujer creyente en la santa Inés, su vida se vio truncada una vez que conoció a mi padre, perdió la bendita virginidad y, más precisamente, se enamoró (en ese orden). Una vez creí oír de Charly que lo único sincero de cualquier enamoramiento era el deseo de sentirse amado y quizás por eso nunca van del todo bien. Probablemente esto empezó mal desde el momento que mi madre empezó a sentir que la humanidad le estimulaba las glándulas, precisaban los hombres ante asidua belleza e inyectaba la solución glamorosa que retocaba sobre si misma, siempre mirándose ante un espejo. Un amor narcisista de género diría Charly pero, para mal de mi madre, heredó también detalles de su madrastra (una verruga que le impide la vista periférica). Lo increíbles es lo mal que se llevaban antes de que yo asistiera al colegio. Mi madre al verse en las reuniones escolares tan solitaria, se empeñó en clubs religiosos y al fracaso optó por reincorporar su relación (no nata aún) con su madrastra. O puede que el problema haya empezado debido a que la beca expiró una vez que la Universidad de Oñate mutara a la del País Vasco. En ese entonces tuvimos que apelar, de lo que sacamos una miserable beca de tránsito. Entre a estudiar Geografía y mi madre dejó de prestarme atención. Hace tres semanas llegué de San Sebastián, transportándome con el resto de beca que me quedaba y disfrutarla casi como vacacionando por España puesto que había sido expulsado de la universidad.

Se entreven los resquicios de mi quebrantadora lengua y en un erótico movimiento me ayudo con las manos.

La verdadera Matilda era la madre de un compañero universitario y tiene directa relación con el incidente de la semana pasada. La fiesta de cumpleaños de Charly se anunciaba en grande. Aparte de los perros, los vecinos molestos y la policía sobornable, la fiesta fue un fracaso. Los amigos de Charly, con quienes no simpatizo ni converso, invitaron a una bailarina venérea que, a mi sorpresa, coincidía con los exuberantes rasgos faciales y físicos de Matilda. Nada explicaba su presencia allí, ni lo contrario, para lo que tuve que asumir que era ella y que guardaría bien el secreto. Para peor, el ginecólogo de la manga de borrachos ofreció un chequeo médico a Lucía, quien fabricando un estruendo dio a entender que la “cosa” era seria. El ingeniero, recibido en la Complutense, inició la faena que el estudiante de primer año de física en la Universidad Católica de Chile no pudo evadir; cada uno de los golpes dio con ordinariez en su perfecta dentadura tratada por su amigo presente allí en la fiesta, Gabriel el dentista, recibido en la Universidad de Buenos Aires. Gabriel, en medio de la escaramuza disparaba de manera aleatoria a los invitados, hasta dar con la bailarina que, sin dudarlo, escapó por la puerta fabricada por Roa, el estudiante de segundo año de derecho en la Universidad de Chile, quien a cabezazos contra la pared, de la mano de David, el arquitecto recibido en una conocida universidad mexicana, “ablandó” la pared hasta desplomarla. Como si no fuese demasiado, junto al muro frontal de la casa sucumbió también el labrador D'Artagnan.

Habría salido ileso de la calle Mastrique sino hubiese sido porque la bailarina, en su paso presuroso en dirección al taxi que la esperaba, me confundió con alguna especie de pervertido sexual. No dio muestras de haberle evocado algún recuerdo, o quizás el ojo morado de la bofetada recién asestada me convertía en alguien irreconocible. Tuve que enfrentar, lidiar y calmar a mi madre diciéndole que en la casa de Charly nunca pasaban esas cosas; que fue cuestión de una noche; que Charly salió ileso y sobrio, casi igual que yo; que esos amigos suyos no son los míos, por muy poco matemático que parezca. A Charly, desde entonces, se le notaba el mal dormir y cuanta fue la sensibildiad con que asumió aquel incidente del día de su cumpleaños. Así, a los tres días todo estaba tal cual lo habían dejado los estudiantes universitarios. El hedor del cadáver canino impide que me acerque lo suficiente hasta él, basándose nuestra relación sólo en mi observación hacia su merengue ocular.

Noto que, mientras el cemento empezaba a ceder ante mi insistencia, el paralítico se levanta de la silla de ruedas en la que se transportaba y se acerca a mi bolsillo, por el cual sobresalía un billete de veinte mil pesos. Aquel, moviéndose con la parsimonia de quien sufre párkinson, lo toma casi con caballerosidad y se aleja, dejando mi cuerpo caer por el tajo abierto del cemento. Incubado en las fisuras, no reclamé y ni pedí ayuda: aquí no hay derecho.